¿Por qué invertimos en ciencia?

Una de las preguntas más recurrentes cuando digo que trabajo en astrofísica es «¿y eso para qué sirve?» En esta entrada busco dar mi respuesta a esta cuestión.

La pregunta de «¿y eso para qué sirve?» es, al menos según mi experiencia, una de las más recurrentes que se hacen a un científco cuando la aplicación inmediata de su investigación no está clara. Es distinto en otros casos; nadie pregunta por la utilidad de una investigación contra el cáncer o el desarrollo de una nueva tecnología. Sin embargo, en la sociedad actual nos desconcierta que no toda la inversión de dinero se haga con vistas a un retorno económico. Y, sinceramente, la pregunta es más que legítima -aunque quizás engañosa- en países como España, donde la mayor parte de la investigación superior en estos campos se hace con fondos públicos. Los ciudadanos pagan y tienen derecho a saber a dónde van sus impuestos. Sin embargo, la necesidad de esta pregunta denota un cierto fracaso por parte de la comunidad científica, quienes no sabemos transmitir la razón última de nuestro esfuerzo y, con ello, un mal uso del dinero público.

Como digo, esta pregunta resulta engañosa en su formulación. Al preguntar «para qué sirve» algo estamos asumiendo, implícitamente, una escala de valores, en la cual los más bajos se ven ontológicamente supeditados a los de mayor valor. En esta, por lo general, aceptamos que la vida y el bienestar humano están en la cúspide, y es por esto que no preguntamos para qué sirve buscar nuevos tratamientos médicos o tecnologías que nos faciliten la vida. Sin embargo, la vida social actual impone una inversión de valores que han estado presentes durante más de 20 siglos, planteando que el bienestar humano solo responde a cuestiones materiales y, por ello, a estas se tiene que supeditar todo. Se olvidan del deseo innato del ser humano por conocer. Se olvidan de que «entre las ciencias, es más sabiduría aquella que se escoge por sí misma y con el solo fin de saber, que la que se elige por sus resultados» (Metafísica, Aristóteles). Es cierto que a este deseo solo puede responderse cuando las condiciones materiales son propicias y estas son, por tanto, cronológicamente -que no ontológicamente- anteriores. Es cierto que de forma colateral -aunque central para los políticos- hay estudios, como el de la NASA, que demustran un retorno económico significativo de la inversión pública en ciencia, así como ejemplos del uso de tecnología desarrollada para el ámbito científico que luego se ha llevado al comercial, como el caso de las CCDs y las cámaras digitales. Sin embargo, esta no es la motivación de la mayoría de científicos, y caer en ella como argumento, si bien conveniente por su sencillez, conlleva el riesgo de instrumentalizar la ciencia en favor de un consumismo ilimitado.

Esta posición conlleva obligaciones. Como científicos, no podemos ocultarnos en la torre de marfil que supone la academia y quedarnos en una posición de superioridad intelectual. Es la sociedad en su conjunto la que nos garantiza las condiciones necesarias para que, mediante nuestro trabajo, podamos aumentar el conocimiento general, que debe ser una riqueza compartida. Por ello, la divulgación no debería ser un agregado más en nuestro día a día, como lo son los trámites administrativos, necesarios para el normal funcionamiento pero indeseables. Debería ser una parte fundamental de nuestras tareas, ya que supone un justo retorno a la sociedad por el esfuerzo compartido. No vale con generar conocimiento, sino que este debe difundirse tanto como sea posible.

Soy consciente de que mi respuesta resulta poco convincente en la sociedad actual, ya que apela a una escala de valores distinta a la vigente, pero creer en ella es propiamente un acto de rebeldía necesario en la lucha contra un modelo de producción y consumo que olvida el valor intrínseco del conocer y el ser en favor del tener, conduciendo a la humanidad a un irrevocable destino de destrucción de los recursos que nos proporciona la naturaleza. La reconciliación con nuestro propio ser como parte integral de la naturaleza pasa por la revalorización del conocimiento como valor superior a los bienes de consumo, y es el único camino transitable para garantizar un futuro sostenible.

Carlos Martínez-Sebastián

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