Cuando pensamos en construir futuro y en cómo romper con la dominación, siempre pensamos en grandes actos revolucionarios. Pero un acto tan sencillo como recordar es definitorio, posibilitante y amenazante para aquellos que quieren controlarnos.
Decía Martin Heidegger que el hombre es un ser-para-la-muerte. Con esto, el alemán expresaba la conciencia que el ser humano tiene de su propia finitud como consustancial a su existencia. Esto, lejos de hacerle débil, le otorga el poder -divino- de dominar su tiempo: ahora puede decidir sabiendo el valor de esto, pues no todo será posible. Cada accion o inacción será definitoria de si. Somos para la muerte porque somos en el tiempo. Pero habitar el tiempo no nos hace solo seres para la muerte; también nos hace seres de la memoria. Quienes somos se compone de lo que hemos vivido y de quienes queremos llegar a ser. Somos lo que nos decimos de quienes fuimos y el proyecto de quienes seremos, pero somos a la vez lo que los otros recuerdan o no de nosotros. Es por esto que en muchas sociedades uno de los mayores castigos era borrar cualquier huella que el criminal hubiera dejado: la Damnatio Memoriae.
Si bien la Damnatio Memoriae hace referencia a borrar todo rastro de alguien, esta no es la única manera de alterar un recuerdo. Cambiar el pasado es costoso; es más sencillo cerrar la puerta a los futuros posibles antes de que pasen a la memoria. Para desterrar a alguien, lo más efectivo es que esa persona nunca llegue a estar. Por desgracia, esto da mucho poder a los abusones de patio de colegio -sean de la edad que sean y estén donde estén- que condenan al ostracismo a discreción. Frente a estos, nos queda la tan revolucionaria resistencia de no dejar que controlen y decidan por nosotros. Nos queda tomar el control y decidir con quién y haciendo qué queremos pasar nuestro tiempo, porque no es lo mismo decidir que asumir. La decisión nos hace libres, con todos sus riesgos y renuncias; la sumisión nos condena al criterio del otro, sin posibilidad de cambio o mejora, pero sí expuestos al error ajeno. Esto último es, por tanto, una renuncia a la libertad sin perderla, pues aún estamos sujetos a sus consecuencias. Que otros decidan por nosotros no implica menos renuncia, sino que esta se convierte en pérdida.
Entre la pérdida y la renuncia hay una sutil pero prefunda diferencia: la primera es impuesta, mientras que la segunda es reflexionada y, aceptada. Esto no quiere decir que una sea menos dolorosa que la otra, pero sí que una nos hace más libres y, por ende, más -y mejores- humanos. El poder ser yo el que se equivoca viene de la mano de crecer y, más aún, con la tranquilidad de poder ser coherente a mis principios. Siguiendo a Epicuro, es de aquí de donde realmente viene el placer y la tranquilidad del alma. En la vida de cualquiera que busque ser mejor y se interrogue a sí mismo, solo con una conciencia tranquila se duerme por la noche, y nada ayuda más a esto que la propia fidelidad. La otra opción solo nos animaliza, nos convierte en ovejas dispuestas a seguir al pastor de turno. Como, de acuerdo con Platón, dijera Sócrates en su Apología, «para un hombre una vida no examinada no merece ser vivida». Solo esta tranquilidad de pasar nuestro propio examen, de responder a nuestras propias expectativas y no someternos a las de otros, nos permitirán mirarnos al espejo y decir «soy quien quiero ser», poniéndonos así en contra de una sociedad que teme la diferencia.
Recordar es, además, una vacuna contra la mentira y los errores del pasado. No hay un remedio mágico que borre las acciones. Para esto solo funcionan la piedad y el perdón que deben mediar en la salida de cualquier conflicto. Sin embargo, olvidar es condenarse a repetir. También recordar tiene en este sentido una función sanadora que actualiza las vivencias dejándolas en su lugar: detrás de nosotros, sin levantar rencores ni abrir heridas. Revisitar el pasado sin vivir en él es necesario, pues es volver al pretérito común con el otro, a la raíz, quizás amarga, que nos une. Es no permitir que intereses ajenos nos separen y enfrenten.
Controlar nuestra propia memoria es, por tanto, un acto silencioso pero revolucionario y autoafirmativo contra aquellos que quieren dominarnos. Ceder ese poder es perdernos, perder el hilo del discurso sobre quiénes somos, quiénes son los otros y quiénes queremos llegar a ser. Es perder la comprensión propia del mundo y, con ello, la capacidad dialógica para cambiarlo. Nuestro pasado está cargado de futuros posibles. Dejar que controlen el primero es una renuncia a todo lo demás. Parafraseando a Muguerza, concluiré diciendo que no hay nada tan revolucionario como recordar lo que quieren que olvidemos y a quien esperan que olvidemos. También esto es actuar por principios. También esto es construir un mundo mejor.
Carlos Martínez-Sebastián
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